20160518

El Evangelio según San Nadie

Patrón de los sosos, los aburridos, los pagafantas, los intrascendentes y los irrelevantes, San Nadie nació en Antioquía en el siglo IV. Su verdadero nombre era Muermus Valium. Sus padres, una pareja de bibliotecarios mudos, ni siquiera se dieron cuenta de que había nacido. Su talante aburrido bien pronto le granjeó la indiferencia de toda la comunidad cristiana de Anatolia. Hombre de poca personalidad y carisma, solía aplastiñar a cuantos le rodeaban explicando parábolas sobre las olivas rellenas de anchoa. Su falta de gracia provocaba un sopor profundo en la concurrencia. Pero Muermus pronto comenzó a darse cuenta de que poseía un don para la sanación... ¡podía curar el insomnio! Desgraciadamente, en la Antioquía del siglo IV esa enfermedad no existía. Todo el mundo dormía a pierna suelta tranquilamente.

El pobre Muermus quería ser santo y necesitaba curar a algún enfermo. Estuvo unos días en el barrio de los leprosos, los cuales morían entre bostezos con sólo oírle. Tuvo que salir por piernas al tercer día en medio de una lluvia de muñones. Después le petó un grano de pus a un adolescente, pero eso todavía no estaba considerado como milagro. San Clerasil se llevaría todo el mérito años después.

Después de que una vecina padeciera una fatal narcolepsia, huyó al desierto. Permaneció allí 40 días y 40 noches hasta que se le presentó Satanás. El demonio intentó tentarle con los típicos vicios de la carne. Presentó ante él un pibón que cortaba el hipo con sólo mirarla. Muermus comenzó a hablarle de como se abren las olivas antes de meter la anchoa y la tía se durmió. Ni siquiera osó captar un simbolismo sexual en semejante cháchara. Muermus era, aparte de tedioso, muy poco atractivo. A Satán también le entró sueño y estuvo roncando durante 40 días y 40 noches.

Muermus se convirtió en santo por pura casualidad. Ocurrió un día que se quedó roque mientras se explicaba historias a si mismo. Durmiendo entre unos matorrales, su cabeza reposaba sobre un nido de libélulas. Cuando despertó era de noche y se dirigió con paso vacilante hacia la ciudad. Percibía un extraño resplandor sobre su cabeza. Por un momento pensó que Dios le había convertido en una farola. ¡Ay no, que eso es del futuro, que todavía no existe! Sumido en tales pensamientos, llegó a la ciudad. Y entonces todo el mundo vio la luz que rodeaba su testa. En las puertas de la ciudad los peregrinos cayeron rendidos a sus pies. La aureola que brotaba de su alborotada cabellera era un signo de santidad. Fue llevado ante el obispo y allí mismo le dieron el carné de santo.

Convertido ya en San Nadie, consiguió una beca para estudiar en Roma. Era un buen momento porque el emperador Diocleciano estaba tirando a los leones a todos los cristianos. Muermus se sentía ilusionado al saber que tenía muchas posibilidades de ser martirizado. Consiguió su propósito de ser llevado al Coliseum después de explicarle a un centurión romano que Cristo consiguió que las anchoas se metan dentro de las olivas por su propia iniciativa. 

Sorprendentemente, los leones del circo no lo consideraron siquiera como entrante y pasaron de él. La verdad es que el tipo era bastante flaco y reseco. Ni para comer era divertido. San Nadie se sentía decepcionado. Su fama como santo se vería empañada si no moría con el consecuente martirio. Para colmo, al emperador le pareció graciosísimo el show y le propuso hacer una gira por todo el Imperio. En un anfiteatro en la Galia Cisalpina, Muermus consiguió que los leones ni se apercibieran de su presencia. Acabaron devorándose entre ellos en medio del delirio del público. Otro día, en Dalmacia, los leones se echaron a dormir, aturdidos ante su presencia.

Las cosas estaban tomando un cariz tragicómico. Si se enteraban en su pueblo que no había conseguido ser devorado por las fieras le iban a quitar el carnet de santo. Pidió a Diocleciano ser quemado en una cruz untado en brea, a lo que el emperador se negó en rotundo. Había un floreciente negocio de apuestas alrededor de Muermus y Diocleciano obtenía muchos beneficios con ello. "Por nada del mundo te llevaría al martirio, amigo mío", le dijo. Esa era la paradoja. No alcanzar el martirio era para San Nadie el peor de los suplicios.

A pesar de que su carrera como santo estaba incompleta, San Nadie continuó aburriendo con sus sermones a la incipiente cristiandad. La moda del momento era escribir evangelios. Por supuesto, él escribió El Evangelio según San Nadie. Era un relato sombrío y con poco vuelo literario donde se aseguraba que los pescadores que acompañaban a Cristo en el Tiberiades pescaban anchoas y después las metían dentro de las olivas. También escribió el Codex anchoae revelatio olivum. La obra fue quemada después del Concilio de Nicea, no por herética, sino por su falta de importancia. Ningún historiador la ha echado en falta desde entonces.

San Nadie es el patrón del aburrimiento. Su onomástica se celebra el 31 de septiembre. Entre los llamados Nadie no ha habido nadie digno de mención.