La economía planificada donde el Estado hacía de balanza,
árbitro y mediador entre la anarquía del mercado y la sociedad funcionó
perfectamente en Europa Occidental entre 1945 y 1971. Winston Churchill se pensaba que iba a
ganar las elecciones sólo por el prestigio que le daba su "victoria" sobre
los nazis en la II Guerra Mundial. Dijo que cualquier intervención
estatal sobre la economía era "totalitarismo". Y citó al "economista"
austriaco Friedrich August von Hayek. Es decir: el vecino
friki de Adolf Hitler.
Fue el mayor error que Churchill
cometió en su vida. Evidentemente, los británicos desconocían que Hayek
acabaría convertido en el perrito faldero de Margarett Trucher. Desconocían el daño que Hayek y la maricona Milton Friedman
causarían a la humanidad en el futuro. Los desmanes económicos que se
han cometido gracias a las teorías de estos dos gañanes son tales que
sería recomendable quemar sus cadáveres y tirar sus restos al Elba.
Después
de la II Guerra Mundial, la clase obrera británica [estibadores,
conductores de trenes, mineros, etc.] desconocía totalmente quien era
Hayek, pero estaba harta de servir de carne de cañón en conflictos que
sólo servían para consolidar el prestigio y las ganacias del Imperio.
Volvieron de la I Guerra Mundial con muñones por todo premio, sólo para
comprobar que seguían en la misma miseria de siempre. Acabada la II
Guerra Mundial no estaban para aceptar "teorías de mercado" de un
economista austriaco indigente. Querían casas, agua corriente, empleos
estables y sanidad gratuita.
Se narra todo ello en un muy recomendable documental del director británico Ken Loach, llamado Espritu de 1945.