Era un día gris y plomizo y Ebenezer Scrooge estaba un poco resfriado. Era Nochebuena y le tocaba guardia en el trabajo. "Tanto mejor", pensó. Era la excusa perfecta para ahorrarse la cena de navidad con su familia. Sólo de imaginarse al abuelo con un trozo de turrón de piedra enganchao en la dentadura postiza se le revolvía el estómago. Además, tenía mucho trabajo en casa traduciendo un tratado en alemán sobre tratamiento de aguas residuales, y limpiando la cocina, que la tenía muy guarra. ¿Por qué perder el tiempo en gilipolleces? Que le den pol saco a la Navidás, pensó. Seguro que es un invento de los grandes almacenes.
Pero ni por esas. Apenas se había sentado en su silla, unos niños muy pelmas comenzaron a cantar villancicos bajo su balcón, esperando que les arrojara gominolas, cacahuetes y, sobre todo, dinero en metálico. ¿Se puede imaginar semejante suplicio? Ebenezer, sin cortarse ni un pelo, les lanzó un cubo de meaos. ¿Por qué de meaos? Fácil: porque hay que racionar el agua, que hay poca y va cara. Ebenezer era ante todo un defensor del medio ambiente y no estaba dispuesto a derrochar recursos. El exceso de decibelios en el ambiente, con todas aquellas zambombas terroristas, le parecía no-sostenible; a decir verdad, insoportable. La noche estaba cayendo y el ayuntamiento le había colocado las luces de navidás justo delante del balcón, de modo que su habitación parecía Saturday Night Feber. Sólo faltaba Travolta pediéndole el aguinaldo.
Faltaban apenas dos horas para ir a trabajar y Ebenezer se sentía morir. El virus continuaba su labor implacable. Tenía el cuerpo como si le hubieran pegado una paliza y las fosas nasales atascadas por un moco que se había solidificado en el conducto que conecta la nariz con el cerebro. Llamó por teléfono y avisó que se encontraba indispuesto. Rápidamente se administró un efervescente, dos analgésicos y las correspondientes dosis de vitamina C. Y sin más demora se metió en la cama. Las luces continuaban su parpadeo y con 38 de fiebre comenzó a tener alucinaciones. Semicegado por las legañas contempló horrorizado que una cara de Bélmez rastafari se había dibujado en la pared. En medio del estroboscópico ambiente de las luces psicodélicas, el pobre Ebenezer comprobó que la jeta comenzaba a mover los labios:
-¿Quién eres? -balbució
-Soy Bob Marley.
-No puede ser -gimió Scrooge-. Estás muerto. Te fumaste toda una plantación de marihuana en una semana, que yo lo ví. Te hacías trallos de dos metros, cabrón. ¿Qué quieres?
-Ahora soy un fantasma -dijo Bob-. Vengo a enseñarte las navidades pasadas.
-¿Para qué? -se quejó Ebenezer-. Las navidades pasadas ya me las sé de memoria.
-Tengo algo que enseñarte. Ven.
El espectro le cogió de la mano y ambos salieron volando. Scrooge pensaba más en su resfriado que en el hecho irreal de estar volando con Bob Marley como si fuera Peter Pan. Curiosamente la fiebre había bajado y ya no sentía aquel calor tan extraño en el cuerpo. "Dabuti", pensó. Y esperó a ver adonde le llevaba el espectro rastafari. El destino fue un banco en un parque, donde curiosamente se estaba representando una escena de su pasado. Un Scrooge bastante más joven le estaba diciendo a una Carolina bastante más joven que tenía mucho curro para estar saliendo todas las tardes pa darse dos morreos y hablar de tonterías.
-A ver, nena, que mi tiempo es oro.
Y con eso se fue a la mierda una relación que, según Bob, era su última oportunidad de tener una esposa para formar una familia. Lo que no le dijo el muy cabrón es que Carolina con el tiempo había dejado de ser la dulce joven de la estampa, convirtiéndose en algo así como la madrastra maruja de Blancanieves. Con el látigo en la mano, enviaba al cornudo de su marido a comprar al Mercadona y sus hijos eran cocainómanos. Ebenezer bostezó y dijo:
-¿Puedo volver a mi discoteca, porfa?
-Si -atronó la voz de Bob, que se alejaba entre las nubes-. Pero no te duermas profundamente, que todavía tienen que venir dos fantasmas más.
-¡Joder, que peñazo! -se quejó Scrooge-. ¿No podrían venir los dos a la vez y no hacerme perder el tiempo?
De nuevo en su camastro, Ebenezer volvía a tener escalofríos y la fiebre había subido a 39. Fue a coger el termómetro y mientras las luces parpadeaban contempló la aparición del segundo espectro. Aquel era un fantasma muy fantasma. Ebenezer bostezó y pensó que, al menos, mientras iba en plan Peter Pan por el aire no notaba los efectos de la gripe.
Pero ni por esas. Apenas se había sentado en su silla, unos niños muy pelmas comenzaron a cantar villancicos bajo su balcón, esperando que les arrojara gominolas, cacahuetes y, sobre todo, dinero en metálico. ¿Se puede imaginar semejante suplicio? Ebenezer, sin cortarse ni un pelo, les lanzó un cubo de meaos. ¿Por qué de meaos? Fácil: porque hay que racionar el agua, que hay poca y va cara. Ebenezer era ante todo un defensor del medio ambiente y no estaba dispuesto a derrochar recursos. El exceso de decibelios en el ambiente, con todas aquellas zambombas terroristas, le parecía no-sostenible; a decir verdad, insoportable. La noche estaba cayendo y el ayuntamiento le había colocado las luces de navidás justo delante del balcón, de modo que su habitación parecía Saturday Night Feber. Sólo faltaba Travolta pediéndole el aguinaldo.
Faltaban apenas dos horas para ir a trabajar y Ebenezer se sentía morir. El virus continuaba su labor implacable. Tenía el cuerpo como si le hubieran pegado una paliza y las fosas nasales atascadas por un moco que se había solidificado en el conducto que conecta la nariz con el cerebro. Llamó por teléfono y avisó que se encontraba indispuesto. Rápidamente se administró un efervescente, dos analgésicos y las correspondientes dosis de vitamina C. Y sin más demora se metió en la cama. Las luces continuaban su parpadeo y con 38 de fiebre comenzó a tener alucinaciones. Semicegado por las legañas contempló horrorizado que una cara de Bélmez rastafari se había dibujado en la pared. En medio del estroboscópico ambiente de las luces psicodélicas, el pobre Ebenezer comprobó que la jeta comenzaba a mover los labios:
-¿Quién eres? -balbució
-Soy Bob Marley.
-No puede ser -gimió Scrooge-. Estás muerto. Te fumaste toda una plantación de marihuana en una semana, que yo lo ví. Te hacías trallos de dos metros, cabrón. ¿Qué quieres?
-Ahora soy un fantasma -dijo Bob-. Vengo a enseñarte las navidades pasadas.
-¿Para qué? -se quejó Ebenezer-. Las navidades pasadas ya me las sé de memoria.
-Tengo algo que enseñarte. Ven.
El espectro le cogió de la mano y ambos salieron volando. Scrooge pensaba más en su resfriado que en el hecho irreal de estar volando con Bob Marley como si fuera Peter Pan. Curiosamente la fiebre había bajado y ya no sentía aquel calor tan extraño en el cuerpo. "Dabuti", pensó. Y esperó a ver adonde le llevaba el espectro rastafari. El destino fue un banco en un parque, donde curiosamente se estaba representando una escena de su pasado. Un Scrooge bastante más joven le estaba diciendo a una Carolina bastante más joven que tenía mucho curro para estar saliendo todas las tardes pa darse dos morreos y hablar de tonterías.
-A ver, nena, que mi tiempo es oro.
Y con eso se fue a la mierda una relación que, según Bob, era su última oportunidad de tener una esposa para formar una familia. Lo que no le dijo el muy cabrón es que Carolina con el tiempo había dejado de ser la dulce joven de la estampa, convirtiéndose en algo así como la madrastra maruja de Blancanieves. Con el látigo en la mano, enviaba al cornudo de su marido a comprar al Mercadona y sus hijos eran cocainómanos. Ebenezer bostezó y dijo:
-¿Puedo volver a mi discoteca, porfa?
-Si -atronó la voz de Bob, que se alejaba entre las nubes-. Pero no te duermas profundamente, que todavía tienen que venir dos fantasmas más.
-¡Joder, que peñazo! -se quejó Scrooge-. ¿No podrían venir los dos a la vez y no hacerme perder el tiempo?
De nuevo en su camastro, Ebenezer volvía a tener escalofríos y la fiebre había subido a 39. Fue a coger el termómetro y mientras las luces parpadeaban contempló la aparición del segundo espectro. Aquel era un fantasma muy fantasma. Ebenezer bostezó y pensó que, al menos, mientras iba en plan Peter Pan por el aire no notaba los efectos de la gripe.
-El fantasma de las navidades presentes, supongo -dijo.
-Ese soy yo -atronó-. Te voy a enseñar algo que hará que maldigas tu solitaria vida.
Juas!, pensó Scrooge. "Yo es que me parto". "Enga, enga, a ver que me enseña este fantasma". Tal como imaginaba fue a mostrarle como su familia al completo estaba cenando en un ambiente de paz, armonía y aerofagia. Allí estaban todos ellos, abocando sus hocicos sobre una carne rustida que se había semichamuscado en el horno por culpa de su madre, que había empinado el codo mientras preparaba los entrantes. Ebenezer bostezó de nuevo y le pidió al espectro, por favor, que le diera FWW al vídeo. Allí estaba: su tío Ambrosio con la pata de una gamba saliéndole de la nariz, Paquito, el niño repelente, haciendo chocar contra las piernas de los comensales su coche teledirigido, su cuñada potando alegremente, las dos viejas pellejas probándose ante el espejo el abrigo de visón que su primo Pascual le había regalado a su mujer, Adelita, para que le perdonara por ponerle los cuernos y el resto jugando a la gallinita ciega. Entretanto, la suegra de su hermano se había puesto a llorar a moco tendido recordando la operación de vesícula de su madre. El marido cabeceaba debido a una sobredosis de Soberano Osborne y el aliento de sus ronquidos se adhería al aceite del turrón de Jijona. Resumen: ni Dante ni Kafka habrían podido imaginar tanto terror. Era peor que el Armagedon.
Ebenezer pidió lacónicamente volver a su catre. Como sabía que tenía que venir otro fantasma se llevó el trabajo a la cama, al menos para ir aprovechando el tiempo. No pudo traducir ni dos lineas cuando ya tenía suspendido ante sus narices al tercer fantasma. Este iba disfrazado de Skeletor, por lo menos. Era evidente que pretendía asustarle. Scrooge bostezó y le tendió la mano. Evidentemente, se trataba del fantasma de las navidades futuras. El panorama que le mostró fue, obviamente, fúnebre. Ebenezer moría solo y sus pertenencias eran saqueadas y repartidas entre sus familiares, quienes además le criticaban por su vida austera y vegetariana.
Ebenezer bostezó de nuevo:
-Claro, fantasmón -dijo-: ¿Hacía falta que me mostraras algo que ya sé perfectamente que sucederá? Cuando esté muerto mis pertenencias me importarán un huevo. Y lo que digan de mí, todavía más. ¿Podemos pasar por una farmacia antes de volver?
-Ese soy yo -atronó-. Te voy a enseñar algo que hará que maldigas tu solitaria vida.
Juas!, pensó Scrooge. "Yo es que me parto". "Enga, enga, a ver que me enseña este fantasma". Tal como imaginaba fue a mostrarle como su familia al completo estaba cenando en un ambiente de paz, armonía y aerofagia. Allí estaban todos ellos, abocando sus hocicos sobre una carne rustida que se había semichamuscado en el horno por culpa de su madre, que había empinado el codo mientras preparaba los entrantes. Ebenezer bostezó de nuevo y le pidió al espectro, por favor, que le diera FWW al vídeo. Allí estaba: su tío Ambrosio con la pata de una gamba saliéndole de la nariz, Paquito, el niño repelente, haciendo chocar contra las piernas de los comensales su coche teledirigido, su cuñada potando alegremente, las dos viejas pellejas probándose ante el espejo el abrigo de visón que su primo Pascual le había regalado a su mujer, Adelita, para que le perdonara por ponerle los cuernos y el resto jugando a la gallinita ciega. Entretanto, la suegra de su hermano se había puesto a llorar a moco tendido recordando la operación de vesícula de su madre. El marido cabeceaba debido a una sobredosis de Soberano Osborne y el aliento de sus ronquidos se adhería al aceite del turrón de Jijona. Resumen: ni Dante ni Kafka habrían podido imaginar tanto terror. Era peor que el Armagedon.
Ebenezer pidió lacónicamente volver a su catre. Como sabía que tenía que venir otro fantasma se llevó el trabajo a la cama, al menos para ir aprovechando el tiempo. No pudo traducir ni dos lineas cuando ya tenía suspendido ante sus narices al tercer fantasma. Este iba disfrazado de Skeletor, por lo menos. Era evidente que pretendía asustarle. Scrooge bostezó y le tendió la mano. Evidentemente, se trataba del fantasma de las navidades futuras. El panorama que le mostró fue, obviamente, fúnebre. Ebenezer moría solo y sus pertenencias eran saqueadas y repartidas entre sus familiares, quienes además le criticaban por su vida austera y vegetariana.
Ebenezer bostezó de nuevo:
-Claro, fantasmón -dijo-: ¿Hacía falta que me mostraras algo que ya sé perfectamente que sucederá? Cuando esté muerto mis pertenencias me importarán un huevo. Y lo que digan de mí, todavía más. ¿Podemos pasar por una farmacia antes de volver?