Yo tenía la impresión de que los alrededores del planeta Tierra son un área extremadamente vigilada. Un montón de satélites escudriñan el entorno por si aparecen de repente bandas de extraterrestres delincuentes y esas cosas. Además, vigilan de forma permanente el enigmático movimiento de asteroides incontrolados. Por supuesto, todas esas rocas errantes del espacio inmediato están fichadas y se sabe con exactitud cual va a ser su órbita y los metros a los que va a pasar de la atmósfera terrestre. Afortunadamente, el evento puede ser detectado con la suficiente antelación y acto seguido se envía a Bush y Bruce Willis para que lo implosionen por dentro con una bomba termonuclear, sacrificando valerosamente sus vidas.
La realidad es otra. Este mismo lunes 2 de marzo de 2009 un asteroide de unos 40 metros de largo pasó a tan sólo 60.000 km de la Tierra. El pedrusco fue rápidamente bautizado como 2009 DD45, siendo avistado a última hora por dos tíos que justamente en ese momento estaban con el ojo pegado al telescopio. Tranquiliza sobre todo saber que 60.000 kilómetros son 30 viajes de ida y vuelta de Cádiz a Barcelona. Pero en términos espaciales 60.000 kilómetros son como un suspiro en la nuca.
La berenjena espacial estuvo a punto de hacernos pupa.
Ya lo sabéis. Estuvisteis a punto de ver la famosa nube de polvo en suspensión que oculta la luz solar durante 40 días al menos, que provoca la extinción de los dinosaurios, adornada con tsunamis, tornados, lluvias de partículas radioactivas y auroras boreales tenebrosas. Y mientras tanto, vosotros estabais en la cama, durmiendo a pierna suelta.